Los conspiranoicos son necios. Parecen participar del juego argumental, pero no aceptan razones, solo buscan demolerlas. Gozan atacando las razones que les son dadas, y dejan caer las propias por imbecilidad. No se declaran expertos en nada, pero se reservan el derecho a dudar de todo. Practican un escepticismo tan selectivo como intransigente. Cuando un conspiranoico encuentra un micrófono y una audiencia que lo alimente, ya sea apoyándolo o contradiciéndolo, éstas características se amplifican.
El carácter reactivo y acomodaticio del conspiranoico es sinérgico con los algoritmos de las redes sociales que premian el impacto y la interacción, mientras soslayan la coherencia. Sus críticas, lejos de sistemáticas, ganan la apariencia de consistencia a base de mera insistencia.
Dicho esto, y a pesar de que a primera vista pueda parecer lo contrario, el accionar del conspiranoico en redes sociales guarda mucha relación con el hacer de espíritus más científicos y rigurosos. Por ejemplo, cuando un divulgador científico o un conspiranoico describen cierto fenómeno, ambos apelan al principio de caridad. Un contrato firmado implícitamente por el lector. Sin embargo, el usuario de redes sociales, no es caritativo, sino sesgado. No busca poner en crisis sus convicciones, sino que consume todo aquello que confirme su sesgo actual, y descarta aquello que lo desafíe.
Las redes sociales nos dan a todos el derecho a ser necios, no sólo a los followers de los conspiranoicos, sino también los followers del más honesto de los divulgadores científicos. La suspensión del principio de caridad y la confirmación del propio sesgo se dan así la mano. Esta complementariedad provoca que estas dos comunidades no se mezclen, salvo para hatearse mutuamente. Es importante decir que el hateo no es necesariamente promovido por el conspiranoico ni por el honesto divulgador científico, sino que este modo de interacción tiene su origen en razones sistémicas de las redes sociales que abordaremos en otro escrito.
Las investigaciones que el conspiranoico realiza carecen de cualquier espíritu autocrítico y deliberadamente apuntan a la confirmación del propio sesgo. De este modo, las fuentes fiables serán aquellas que confirmen sus hipótesis y las demás serán descartadas. Existe también cierta aversión al conocimiento validado por instituciones oficiales y por añadidura, cualquiera que haya sido rechazado por éstas instituciones, se gana la simpatía del conspiranoico, bajo el supuesto de que dicho rechazo evidencia una amenaza para el status quo científico.
Sin embargo, ninguna comparación entre un influecer real y nuestro arquetipo del conspiranoico será perfecta. Sería injusto decir que este influencer es el perfecto ejemplo de aquel arquetipo. Sería además abordar ingenuamente el arquetipo. Nadie expresa el arquetipo en su pureza, pero muchos lo expresan en mayor o menor medida. Esto mismo que decimos a propósito del conspiranoico con micrófono, vale también para la comprensión del honesto divulgador científico, o de cualquier otro arquetipo. El arquetipo y la caricatura están en la misma moneda, pero en caras opuestas. Ambas retratan un personaje, sí. Pero mientras que la caricatura parte de una persona real y concreta, para resaltar sus rasgos más prominentes y presentarlos en tono paródico; en cambio, el arquetipo, parte de varias personas para reunir las características comunes y presentar una imagen general inspirada en todas ellas, pero es a la vez independiente. Por tanto, hablar de un arquetipo no intenta ridiculizar a una persona, sino describirla de manera general. Lo interesante de los arquetipos es que, como vamos a ver en estos textos, interactuan entre sí, y con entornos determinados, como lo son por ejemplo las redes sociales. El hater, arquetipo recurrente en estos medios, será el motivo de nuestro siguiente texto.